Cuando en 1895 Rodin finaliza el grupo escultórico de Los burgueses de Calais, en el que elimina cualquier pedestal y pone la obra al nivel de calle, la escultura pública da un paso hacia una concepción espacial más libre y más implicada con el punto de vista del espectador.
La supresión del pedestal implica la inmersión de la escultura en la calle.
Aquellas formas, diseñadas en su mayoría por arquitectos, que se sumaban a la obra escultórica y la elevaban del suelo aislándola del contacto con la persona que la observa, se diluye y da lugar a que el paseante puede situarse a su altura y tocarla, mirarla con detenimiento.
Comillas. Admirando El Capricho junto a Gaudí. Escultura de Marco Herrero instalada en la remodelación que se llevó a cabo en 1989. |
No lo podemos evitar: es verla y correr a inmortalizar nuestro momento compartido con lo inmóvil. Es en ese momento cuando estas esculturas pasan a formar parte de nuestro viaje, de la experiencia vivida y, más que detenernos a admirarlas como obras de arte que son, obviamos la observación para hacerlas compañeras de nuestras vivencias.
Esta circunstancia da pie a un arma de doble filo porque, en algunos casos, la calidad de la escultura es deficiente pero se admira por el solo hecho de estar a ras del suelo, a nuestra altura, y por otro lado, cuando es una buena obra, hecha por una mano experta y de trayectoria consolidada, se obvia su calidad, porque prima el momento de la instantánea.
No obstante es innegable que siempre tiene cierta magia el hecho de que en ese segundo seamos capaces de hacer que la escultura cobre vida y que, al mismo tiempo, nosotros seamos, por un instante, de bronce.
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